Veinticinco años después

Esperaba don Guillermo una sociedad “más igualitaria”. Un informe de la ONU pone a Colombia de tercero, después de Angola y Haití, como ejemplo de inequidad en el mundo.

Por: Antonio Caballero

El 17 de diciembre, se cumplieron veinticinco años del asesinato de don Guillermo Cano, que fue durante treinta y cinco director de El Espectador. En su último editorial -rodeado, como siempre, de amenazas- había escrito que tenía confianza en que Colombia sería "capaz de avanzar hacia una sociedad más igualitaria, más justa, más honesta y más próspera".

Veinticinco años después, parece que no.

Tal vez lo de "más próspera" sea cierto. Aunque sobre un trasfondo de miseria, la riqueza se ve por todas partes. Pueden ser ciertos incluso los informes optimistas de las autoridades económicas sobre los millones de colombianos que han salido de la pobreza absoluta para pasar a una menos horrenda, y la expresión "prosperidad democrática" es la consigna del actual gobierno -aunque se trata, creo, más de una promesa que de una realidad tangible-. Pero es verdad que, por arriba al menos, la prosperidad sale por las orejas. Tal vez no se sienta en el recaudo de impuestos, pues todo el que puede los evade. Pero se nota en la multiplicación de los abogados tributaristas, se mide en el precio del metro cuadrado de finca raíz, se huele en el surgimiento de numerosísimos y carísimos restaurantes siempre repletos. Lo que hay es plata. Sacan a subasta millones de acciones de lo que sea -empresas petroleras estatales, compañías de seguros, condominios de playa, bancos- y los inversionistas se las rapan como niños en el juego del manotón. Los periódicos se han convertido en meros apéndices de folletos lujosos que anuncian artículos de lujo. ¿Han visto ustedes el precio de cada uno de los relojes que ofrece la revista SoHo? Y abrieron en Bogotá una tienda de Ferraris y Maseratis, cosa que hubiera dejado estupefacto al mismísimo Thorstein Veblen, autor de la Teoría de la clase ociosa. Porque los compradores de esos supercarros en un país que no tiene carreteras sino derrumbes y en una ciudad que no tiene calles sino huecos tendrán que contentarse con ponerlos a correr a 300 kilómetros por hora en los pisos de madera encerada de los salones de su casa. Sí: plata es lo que hay.

Pero los otros tres vaticinios, o deseos piadosos, del editorial testamentario de don Guillermo Cano no se han cumplido. Y eso ayuda a explicar, en una carambola perversa, por qué el cuarto sí. Si se ve tanta plata privada, y en cambio luce tan poco la plata pública (la ya mencionada falta de carreteras y de calles, por no hablar de acueductos y hospitales), es porque la sociedad es menos honesta. Se empieza por la ya mencionada evasión de impuestos. Pero además se roba mucho, y con absoluta desvergüenza. Se roban el presupuesto nacional, los departamentales, los municipales, las loterías, las licoreras, las tapas de las alcantarillas. Organismos oficiales como el Inco o la Dirección de Estupefacientes sirven de correa de transmisión entre ladrones que roban a ladrones. Roban los funcionarios y los particulares, los ricos y los pobres: si no robaran, no les alcanzaría la plata. Y para perseguir a los ladrones la justicia no da abasto. Sin hablar de que también roba la justicia.

Esperaba don Guillermo Cano una sociedad "más justa", y también "más igualitaria", en el otro sentido que tiene la palabra justicia. ¿Más igualitaria? Un informe reciente de las Naciones Unidas pone a Colombia de tercero, después de Angola y Haití, entre los países que son ejemplo de inequidad en el mundo. Inequidad, como se llama ahora, para quitarle hierro a lo que antes se llamaba iniquidad: gran injusticia maligna. Ya no se es inicuo: se es inequitativo, que suena menos grave, aunque la iniquidad sea cada día mayor. La palabra 'inequidad', que no figura en los diccionarios españoles clásicos, sí viene en el moderno Panhispánico de dudas, con la advertencia políticamente correcta de que "no debe confundirse con iniquidad (maldad o injusticia)". La sociedad colombiana es hoy más inigualitaria, más antiigualitaria -aunque tal vez en el diccionario de dudas tales palabras no existan- que hace veinticinco años. Hay más riqueza, sin duda, pero no es, ni mucho menos, "democrática", pese a los anuncios publicitarios del gobierno. Al revés: está aún más concentrada que antes. Más colombianos -tres o cuatro, y no solo narcotraficantes sino también cerveceros o banqueros- figuran en las listas de los hombres más adinerados del mundo. Y muchos más -tres o cuatro millones- se ven pidiendo limosna en los semáforos con un letrero de cartón que los identifica o los disculpa como desplazados por la violencia. La misma violencia que hace veinticinco años mató a don Guillermo Cano por la mano del más soberbio y famoso -aunque no el más rico ni poderoso- de los narcotraficantes colombianos, Pablo Escobar.

Y no hay justicia. Veinticinco años después, el asesinato de don Guillermo Cano sigue impune. Y en el curso del interminable proceso han sido asesinados además un magistrado, una juez y el abogado de la parte civil.

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