Colombia ante un nuevo umbral político: entre la confrontación y la fragilidad democrática

 


La “marcha del silencio” no ha sido un episodio más en el agitado panorama político colombiano; ha sido una expresión clara de una fractura que ya no puede ocultarse: Colombia transita, casi sin retorno, hacia la consolidación de dos bloques políticos existenciales que disputan no sólo el poder, sino la definición misma de país.

De un lado, el progresismo que lidera el Pacto Histórico de Gustavo Petro; del otro, una derecha que, más allá del uribismo tradicional, empieza a reconfigurarse en torno a nuevos relatos de orden, seguridad y estabilidad económica. En el centro político, los movimientos independientes y moderados vagan sin capacidad real de mediación, atrapados en la debilidad de una institucionalidad incapaz de contener la magnitud del choque.

El análisis del hilo de @AleKolomonosov expone con crudeza este escenario: la institucionalidad colombiana está dejando de ser el espacio efectivo de tramitación democrática de las diferencias. El atentado a Miguel Uribe no es una anécdota aislada; es un síntoma alarmante de la violencia política que brota cuando los cauces institucionales empiezan a fallar.

La ruptura es profunda y tiene causas estructurales: un Congreso enfrentado al Ejecutivo, la crisis de representación, la erosión del pacto de coalición que sostenía al gobierno desde abril de 2023 y, sobre todo, una batalla existencial por dos modelos incompatibles de país. El progresismo defiende una transformación de las relaciones económicas y sociales bajo un marco de mayor igualdad y redistribución; la derecha se refugia en la promesa de orden, propiedad y mercado frente a lo que presenta como el riesgo de descomposición estatal.

Pero lo más grave es que no hay —ni habrá— desescalamiento. Esta es una pugna por el sentido último de la democracia colombiana, no una disputa de gobierno o de reformas. Por eso, ni Petro ni sus opositores parecen dispuestos a negociar en serio: ambos proyectos entienden que ceder es diluir su propia razón de ser. Los mitos políticos —como bien señala Kolomonosov— no son materia transable; definen identidades, movilizan masas, justifican acciones.

El centro político, ese que alguna vez creyó posible tejer acuerdos amplios, hoy es un espectador irrelevante o forzado a elegir bando, como se evidenció en su participación en la marcha de la derecha. La posibilidad de un acuerdo nacional es remota y frágil, salvo que ocurra una crisis de tal magnitud que obligue a una recomposición general del sistema.

La amenaza de una ruptura democrática no es inminente —ni el Estado ni el gobierno tienen fuerza para imponerla—, pero la normalización de un antagonismo total y la desconfianza radical entre actores políticos debilita gravemente la democracia. La sombra de una constituyente ronda los pasillos del Congreso y del Ejecutivo, con riesgos que recuerdan la fallida experiencia chilena reciente.

El país avanza hacia una encrucijada histórica. O encuentra el modo de transformar este antagonismo en una convivencia conflictiva pero institucional, o se encamina a una década perdida de polarización estéril, bloqueo mutuo y desgaste institucional.

Que la “marcha del silencio” no sea recordada solo como otra jornada de movilización, sino como la señal de advertencia de una democracia que puede extraviarse si no enfrenta con honestidad y decisión sus dilemas más profundos.

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