Por: Piedad Bonnett
Si, como es bastante probable, se exonera finalmente de toda culpa a Laura Moreno y a Jessy Quintero, implicadas en la muerte de Luis Andrés Colmenares, podremos concluir que lo que era un caso de resolución relativamente sencilla fue convertido en telenovela mediática cuando a la tragedia se sumaron apasionamiento, sensacionalismo, morbo, chambonadas, resentimiento, mala fe, corrupción y violencia. Todo muy sintomático de la sociedad que somos.
Todos entendemos el estupor, el dolor y los interrogantes que tuvieron que abrumar a los padres de Luis Andrés ante su muerte inesperada. Pero, con el respeto que las intuiciones de una madre me merecen, que un sueño haya desencadenado esta historia policiaca sólo puede explicarse desde el realismo mágico de García Márquez. Sin embargo, la hipótesis dictada por el subconsciente de la agobiada madre no habría podido sostenerse de no ser por una secuencia desafortunada de desaciertos. En primer lugar, la chambonada, la improvisación y la falta de rigor de los primeros actores que entran en escena. Todo parece indicar que los bomberos que participaron en el primer operativo obraron con negligencia y falta de profesionalismo, algo que también se achaca al exdirector de Medicina Legal Máximo Duque, que trabajó en la exhumación con personal sin experticia, con instrumental improvisado y a la intemperie. Imperdonable. Esto permitió que entraran en litigio los abogados y, por supuesto, que se buscaran culpables. Porque si hay víctima tiene que haber un victimario. O varios.
Y esos posibles culpables estaban que ni pintados para avivar la ferocidad de la galería, animada por una pasión infortunadamente muy frecuente: el resentimiento social. El hecho de que los protagonistas de esta historia fueran estudiantes de la Universidad de los Andes avivó la saña de muchos. Sumémosle a eso el sensacionalismo de los medios y el griterío de las redes sociales. “Desde el primer día fui culpable para los medios y eso fue lo que transmitieron al país”, afirma Laura Moreno, quien, una vez en libertad, debió restringir sus apariciones públicas por temor al matoneo. “Una vez, en un restaurante las personas del lado de nuestra mesa empezaron a insultarnos y a decir que éramos unos asesinos —cuenta el papá de Jessy—. Y nos tocó irnos”.
Como si fuera poco, a lo anterior se sumaron la infaltable corrupción y la mala fe. Y si no, ¿cómo se explican los tres falsos testigos? Sobre esto no parece haberse hecho suficiente énfasis. Dos programas dedicó Yamid Amat a hablar con los abogados del caso y nada se indagó sobre quién los pagó y cómo los fabricaron. Y qué se pretendía con eso: ¿hallar culpables a todo trance? Se habló incluso de que a Luis Andrés lo habían encerrado en el baúl de un carro. Válgame Dios. Resulta que ahora, después de que una juez pareciera tener todos los argumentos para hablar de accidente y no de crimen, la multitud ansiosa de acción no acepta el veredicto, porque la película entera se desbarata. Para remate, el padre pronuncia unas palabras inaceptables: “Traicioné mi idiosincrasia por llevar esto ante la justicia civilizadamente”. Sumen ustedes. Y a pocos parece importarles la muy probable inocencia de tres jóvenes a quienes esta cadena de eventos les desbarató seis años de vida.
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