Por: Ariel Castillo Mier
Este año se cumplen los primeros cuarenta años de una pieza musical que, pese a su edad, mantiene la vitalidad que manifestó desde el momento mismo de su nacimiento, como tenía que ser, en una parranda: ‘La hamaca grande’.
No voy a referirme, por supuesto, a los aspectos estrictamente musicales de la composición, pues no es ese mi campo, aunque no deja de llamarme la atención que los arreglos originales de Andrés Landero parecen recrear ese vaivén en el tiempo y en el espacio que nos produce la experiencia de la mecida en una hamaca.
Voy a intentar una aproximación, desde una perspectiva literaria y cultural, a la letra de la canción que ha suscitado respuestas a veces contradictorias entre los oyentes: unos la han visto como un regalo envenenado, un molestoso grano de arena en el ojo, que no sale; otros, como un gesto generoso de fraternidad; y algunos intentaron burlarse afirmando que la hamaca del Cerro de Maco se había roto.
La letra de ‘La hamaca grande’ constituye sin duda alguna un poema de gran factura literaria y como tal alcanza uno de los valores propios de la buena literatura la ambigüedad, en el sentido de multiplicidad de sentidos.
Lo primero que llama la atención es su estructura rigurosa: tres estrofas, cada una de las cuales se inicia con un verso endecasílabo, seguido de 2 versos de 16 sílabas y 4 de ocho. La simetría es perfecta y en su secuencia, y en las reduplicaciones de los primeros versos de final agudo (“Compadre Ramón”; “Acompañemé”; “Y conseguiré”) parecen reproducir el vaiveneo de quien se mece en una hamaca: el primer movimiento, tomando impulso, alcanza un recorrido pequeño, de 11 sílabas, pero en adelante se va ampliando el alcance, 16 sílabas, que luego disminuye de 8 hasta regresar a la inmovilidad del silencio.
Es muy raro encontrar en las composiciones tradicionales tan exquisito cuidado en la métrica: lo corriente en la canción popular es la copla, el octosílabo, que responde de manera natural a la respiración del hablante del español.
Si bien Pacheco no se aparta del todo de ese esquema, introduce variaciones al pasar de versos de arte mayor a versos de arte menor, que rompen la monotonía. Los versos de 8 le dan al canto ese tono coloquial que, reforzado por la rima asonante, da la impresión de copiar la conversación cotidiana, pero, en realidad, el compositor no reproduce tal cual el habla, sino que la estiliza y la carga de poesía, de sentido.
El lenguaje sencillo del canto oculta una sabia destreza verbal por parte de Adolfo Pacheco, reveladora de la creatividad del poeta. Nadie habla así, nadie mete una serenata en un cofre de plata, sólo el poeta, el hacedor, puede armar con las cumbias un collar y meter en la misma hamaca a los gaiteros y a los acordeonistas.
Al mismo tiempo, sólo alguien nativo de la región, con arraigo rotundo en su tierra puede estimar como paradigma de la grandeza el Cerro de Maco y como representante de lo sagrado al indígena. De esta manera el compositor, pese a emplear un lenguaje elaborado, se mantiene dentro del imaginario popular de su región. Un campesino de los Montes de María podría afirmar que inventó esa comparación e incluso firmarla.
El canto trata de la invitación que el compositor le hace a su compadre Ramón para viajar a Valledupar y llevarle a sus habitantes una serie de regalos que abarcan un inventario completo de la cultura sabanera o, con mayor precisión, montañera, la de los Montes de María, la Alta: una serenata con las notas folclóricas de la música de acordeón de Ramón Vargas y Andrés Landero y los míticos sones de la gaita sanjacintera de Toño Fernández, impregnados con los dejos ancestrales de sus legendarios antepasados indígenas: las artesanías y la historia, la geografía y el mito, el canto y la danza, todo guardado en el cofre más preciado y enriquecido con el afecto para que el pueblo vallenato pueda conocer, compartir y disfrutar las manifestaciones culturales de esa otra región del Caribe colombiano.
‘La hamaca grande’ es, a la vez, un canto de concordia, un himno fraternal, una serenata para expresar el cariño de un pueblo a otro y un canto de discordia, la profunda protesta, la indignación sutilizada, como quien envuelve en una capa de dulce el sabor amargo de un remedio, del dolor ante el trato injusto y discriminatorio que los impulsores del Festival Vallenato le dieron al máximo acordeonero de las sabanas, Andrés Landero, a quien evaluaron con criterios inadecuados, basados no en el ejercicio del juicio sino en la insensatez de los prejuicios.
De modo explícito, el destinatario canto se dirige al compadre Ramón, pero de manera oblicua, indirecta, los interlocutores ideales de este mensaje son Consuelo Araújo, Alfonso López Michelsen y, tal vez, el propio Gabriel García Márquez quien en Cien años de soledad dio un soporte mítico a los orígenes del canto vallenato a través de la historia de Francisco el Hombre, vencedor del diablo en un duelo de acordeón y versos al revés.
Canto de paz y amor, ‘La hamaca grande’ es asimismo una perspicaz piquería en la que se contraponen los valores culturales de la región del Cesar con los de San Jacinto: si ellos tienen la Sierra Nevada y se inventaron a Francisco El Hombre, San Jacinto cuenta con el cerro de Maco y Adolfo concibe a los indios farotos; si los vallenatos tienen a Rafael Escalona, los sanjacinteros poseen otro Rafael, que no se le queda atrás, Adolfo Rafael Pacheco Anillo, compositor y cantante, trovador reconocido, sincero con los amigos y en los amores discreto; si en Valledupar privilegian el estilo vallenato en el acordeón, Pacheco les recuerda que existen otros maneras de ejecutar este instrumento, ni mejores ni peores, diferentes, a las que es preciso reconocer y respetar. En efecto, el liderazgo del acordeón en la música popular no es exclusivo del Cesar: este formato musical se había dado de manera simultánea en diversos lugares, no sólo del Caribe colombiano, sino asimismo del Gran Caribe, desde República Dominicana hasta el Brasil, pasando por Cuba y Panamá, el sur de los Estados Unidos y México.
Para los antiguos griegos, el poeta era el vate, el hombre que vaticinaba el futuro, el que veía, así estuviera ciego como Homero, más allá de la inmediatez. Hoy, cuarenta años después de su nacimiento, podemos apreciar cómo Adolfo Pacheco se adelantó a lo que vino después, cómo desde la derrota de Landero en el segundo Festival supo anticipar el inicio de un proceso de exclusión cultural que luego se cumplió de manera ineluctable: la eliminación sistemática de los acordeoneros sabaneros en el Festival —Alfredo Gutiérrez, Julio de la Ossa, Lizandro Meza, Enrique Díaz, César Castro, Ramón Vargas y Felipe Paternina, entre otros, para de esa manera propagar la idea de que el mejor folclor, al más puro, el “vallenato-vallenato”, es decir, el vallenato al cuadrado, era el de Valledupar y que el resto no era sino deformación, engendros, criaturas monstruosas que debían exterminarse.
En su libro de título prepotente y presuntuoso Vallenatología, Consuelo Araújo (1978), apropiándose arbitrariamente de los planteamientos de Gnecco Rangel Pava en su libro Aires guamalenses de 1948 había elaborado una caprichosa clasificación de la música de acordeón con base en criterios geográficos. Ya en la sola denominación —vallenato vallenato, vallenato-sabanero y vallenato bajero —, era visible la intención política que la motivaba y su criterio nada imparcial.
Y el contenido del libro revelaba, pese a sus ínfulas científicas, su carácter puramente subjetivo y fundamentalista, al que parece referirse Juancho Polo Valencia, pese a su trayectoria, otro de los apenas mencionados y casi excluidos del santoral de Araujonoguera, en su puya ‘Lo dijo Juancho’: “Ese libro vallenato/ tiene sus páginas malas./ Me puse a leerlo un rato/ y en partes no dice nada”. Si la autora manejaba algunas informaciones sobre el supuesto vallenato-vallenato, ignoraba, casi por completo, las otras escuelas y, con fundamento en ese criterio limitado y sectario, que reconocía como único y legítimo un solo estilo, el del Cesar, en el Festival se procedió a la aniquilación y a la humillación de los concursantes sabaneros, quienes, como lo reconoce Adolfo Pacheco en ‘El engaño’, pese a su advertencia temprana, actuaron con la candidez de quien no sólo propicia su propia muerte, sino que, de paso, contribuye a su celebración:
El ingenuo sabanero
vallenato le dijeron
fue con música al entierro
y noble colaboró,
pero allá en la capital
del Cesar
no le quisieron
su música regional.
Y dijo la prensa nacional,
con su boca de feroz dragón,
los que tienen el mejor folclor
Son los del Magdalena pa´ llá
Con ese tono enfático, ajeno a la ciencia y propio del fanatismo político, Consuelo afirma en su libro:
Los cuatro aires musicales descritos, han sido, son y serán los únicos representativos de nuestra música vallenata. Todos los demás que proliferan con nombres rebuscados de reciente factura, como los tales paseaboles (sic), paseaítos, pasepuya, charangas, etc., no son sino la deformación debida, lógicamente, a ciertos des-compositores actuales de los auténticos aires vallenatos (p. 84).
No obstante, el des-compositor Adolfo Pacheco, autor de paseítos, chandés, boleros, paseboles, cumbias, porros, además de paseos y merengues, supo responder a estas agresiones verbales como los artistas, no como los políticos, con un elegante alegato, sin ofensas, pero enérgico, en defensa de la dignidad cultural de los sabaneros, golpeados en su autoestima por la institución del Festival Vallenato, que si bien ha contribuido a la difusión de la cultura popular del Caribe, lo ha hecho de manera dolosa, irrespetando la diferencia, con la misma actitud centralista con la que nuestros gobiernos han favorecido el centro en detrimento de las marginadas regiones litorales. ‘La hamaca grande’ es como una batalla de flores en la que no se produce derramamiento de sangre, una serenata de la resistencia a la que el tiempo, por fortuna, le ha dado la razón.
La música popular del Caribe es una cuyos diversos estilos con frecuencia intercambian sus matices. Y esos ritmos deformes, descalificados por Consuelo Araújo desde su ignorancia musical y musicológica, apuntalada en la autoridad política, pero no artística de Alfonso López Michelsen y sus voceros de la prensa capitalina, se han ido metiendo por la cola del patio del Festival y han resistido, así haya sido desde la cocina, sin premios ni halagos.
Y, hoy por hoy, la fuerza de la música sabanera, nacida de su apertura a múltiples instrumentos en busca de una mayor universalidad y de su capacidad de adaptación a los constantes cambios de la sociedad, se pone de manifiesto en las más recientes grabaciones de los conjuntos que se siguen llamando vallenatos, pese a que su formato y sus ejecuciones se apoyan (y se parecen) cada vez más en las innovaciones y aportes que Aníbal Velásquez, Alfredo Gutiérrez, Lisandro Meza y Los Corraleros de Majagual le hicieron a la música de acordeón.
En los cuarenta años de ‘La hamaca grande’ tenemos que agradecerle a Adolfo Pacheco la lucidez que le permitió no tragar entero y reconocerle que su canción, divulgada internacionalmente en versiones dominicanas, puertorriqueñas, venezolanas y francesas, no sólo sigue vivita y soneando, sino que es, asimismo, al lado de ‘La múcura’, ‘La pollera colorá’, ‘La gota fría’, ‘La cumbia cienaguera’, ‘El caimán’ y ‘Manuelito Barrios’, entre otras, una de las más representativas de la música popular colombiana y un patrimonio universal.
No voy a referirme, por supuesto, a los aspectos estrictamente musicales de la composición, pues no es ese mi campo, aunque no deja de llamarme la atención que los arreglos originales de Andrés Landero parecen recrear ese vaivén en el tiempo y en el espacio que nos produce la experiencia de la mecida en una hamaca.
Voy a intentar una aproximación, desde una perspectiva literaria y cultural, a la letra de la canción que ha suscitado respuestas a veces contradictorias entre los oyentes: unos la han visto como un regalo envenenado, un molestoso grano de arena en el ojo, que no sale; otros, como un gesto generoso de fraternidad; y algunos intentaron burlarse afirmando que la hamaca del Cerro de Maco se había roto.
La letra de ‘La hamaca grande’ constituye sin duda alguna un poema de gran factura literaria y como tal alcanza uno de los valores propios de la buena literatura la ambigüedad, en el sentido de multiplicidad de sentidos.
Lo primero que llama la atención es su estructura rigurosa: tres estrofas, cada una de las cuales se inicia con un verso endecasílabo, seguido de 2 versos de 16 sílabas y 4 de ocho. La simetría es perfecta y en su secuencia, y en las reduplicaciones de los primeros versos de final agudo (“Compadre Ramón”; “Acompañemé”; “Y conseguiré”) parecen reproducir el vaiveneo de quien se mece en una hamaca: el primer movimiento, tomando impulso, alcanza un recorrido pequeño, de 11 sílabas, pero en adelante se va ampliando el alcance, 16 sílabas, que luego disminuye de 8 hasta regresar a la inmovilidad del silencio.
Es muy raro encontrar en las composiciones tradicionales tan exquisito cuidado en la métrica: lo corriente en la canción popular es la copla, el octosílabo, que responde de manera natural a la respiración del hablante del español.
Si bien Pacheco no se aparta del todo de ese esquema, introduce variaciones al pasar de versos de arte mayor a versos de arte menor, que rompen la monotonía. Los versos de 8 le dan al canto ese tono coloquial que, reforzado por la rima asonante, da la impresión de copiar la conversación cotidiana, pero, en realidad, el compositor no reproduce tal cual el habla, sino que la estiliza y la carga de poesía, de sentido.
El lenguaje sencillo del canto oculta una sabia destreza verbal por parte de Adolfo Pacheco, reveladora de la creatividad del poeta. Nadie habla así, nadie mete una serenata en un cofre de plata, sólo el poeta, el hacedor, puede armar con las cumbias un collar y meter en la misma hamaca a los gaiteros y a los acordeonistas.
Al mismo tiempo, sólo alguien nativo de la región, con arraigo rotundo en su tierra puede estimar como paradigma de la grandeza el Cerro de Maco y como representante de lo sagrado al indígena. De esta manera el compositor, pese a emplear un lenguaje elaborado, se mantiene dentro del imaginario popular de su región. Un campesino de los Montes de María podría afirmar que inventó esa comparación e incluso firmarla.
El canto trata de la invitación que el compositor le hace a su compadre Ramón para viajar a Valledupar y llevarle a sus habitantes una serie de regalos que abarcan un inventario completo de la cultura sabanera o, con mayor precisión, montañera, la de los Montes de María, la Alta: una serenata con las notas folclóricas de la música de acordeón de Ramón Vargas y Andrés Landero y los míticos sones de la gaita sanjacintera de Toño Fernández, impregnados con los dejos ancestrales de sus legendarios antepasados indígenas: las artesanías y la historia, la geografía y el mito, el canto y la danza, todo guardado en el cofre más preciado y enriquecido con el afecto para que el pueblo vallenato pueda conocer, compartir y disfrutar las manifestaciones culturales de esa otra región del Caribe colombiano.
‘La hamaca grande’ es, a la vez, un canto de concordia, un himno fraternal, una serenata para expresar el cariño de un pueblo a otro y un canto de discordia, la profunda protesta, la indignación sutilizada, como quien envuelve en una capa de dulce el sabor amargo de un remedio, del dolor ante el trato injusto y discriminatorio que los impulsores del Festival Vallenato le dieron al máximo acordeonero de las sabanas, Andrés Landero, a quien evaluaron con criterios inadecuados, basados no en el ejercicio del juicio sino en la insensatez de los prejuicios.
De modo explícito, el destinatario canto se dirige al compadre Ramón, pero de manera oblicua, indirecta, los interlocutores ideales de este mensaje son Consuelo Araújo, Alfonso López Michelsen y, tal vez, el propio Gabriel García Márquez quien en Cien años de soledad dio un soporte mítico a los orígenes del canto vallenato a través de la historia de Francisco el Hombre, vencedor del diablo en un duelo de acordeón y versos al revés.
Canto de paz y amor, ‘La hamaca grande’ es asimismo una perspicaz piquería en la que se contraponen los valores culturales de la región del Cesar con los de San Jacinto: si ellos tienen la Sierra Nevada y se inventaron a Francisco El Hombre, San Jacinto cuenta con el cerro de Maco y Adolfo concibe a los indios farotos; si los vallenatos tienen a Rafael Escalona, los sanjacinteros poseen otro Rafael, que no se le queda atrás, Adolfo Rafael Pacheco Anillo, compositor y cantante, trovador reconocido, sincero con los amigos y en los amores discreto; si en Valledupar privilegian el estilo vallenato en el acordeón, Pacheco les recuerda que existen otros maneras de ejecutar este instrumento, ni mejores ni peores, diferentes, a las que es preciso reconocer y respetar. En efecto, el liderazgo del acordeón en la música popular no es exclusivo del Cesar: este formato musical se había dado de manera simultánea en diversos lugares, no sólo del Caribe colombiano, sino asimismo del Gran Caribe, desde República Dominicana hasta el Brasil, pasando por Cuba y Panamá, el sur de los Estados Unidos y México.
Para los antiguos griegos, el poeta era el vate, el hombre que vaticinaba el futuro, el que veía, así estuviera ciego como Homero, más allá de la inmediatez. Hoy, cuarenta años después de su nacimiento, podemos apreciar cómo Adolfo Pacheco se adelantó a lo que vino después, cómo desde la derrota de Landero en el segundo Festival supo anticipar el inicio de un proceso de exclusión cultural que luego se cumplió de manera ineluctable: la eliminación sistemática de los acordeoneros sabaneros en el Festival —Alfredo Gutiérrez, Julio de la Ossa, Lizandro Meza, Enrique Díaz, César Castro, Ramón Vargas y Felipe Paternina, entre otros, para de esa manera propagar la idea de que el mejor folclor, al más puro, el “vallenato-vallenato”, es decir, el vallenato al cuadrado, era el de Valledupar y que el resto no era sino deformación, engendros, criaturas monstruosas que debían exterminarse.
En su libro de título prepotente y presuntuoso Vallenatología, Consuelo Araújo (1978), apropiándose arbitrariamente de los planteamientos de Gnecco Rangel Pava en su libro Aires guamalenses de 1948 había elaborado una caprichosa clasificación de la música de acordeón con base en criterios geográficos. Ya en la sola denominación —vallenato vallenato, vallenato-sabanero y vallenato bajero —, era visible la intención política que la motivaba y su criterio nada imparcial.
Y el contenido del libro revelaba, pese a sus ínfulas científicas, su carácter puramente subjetivo y fundamentalista, al que parece referirse Juancho Polo Valencia, pese a su trayectoria, otro de los apenas mencionados y casi excluidos del santoral de Araujonoguera, en su puya ‘Lo dijo Juancho’: “Ese libro vallenato/ tiene sus páginas malas./ Me puse a leerlo un rato/ y en partes no dice nada”. Si la autora manejaba algunas informaciones sobre el supuesto vallenato-vallenato, ignoraba, casi por completo, las otras escuelas y, con fundamento en ese criterio limitado y sectario, que reconocía como único y legítimo un solo estilo, el del Cesar, en el Festival se procedió a la aniquilación y a la humillación de los concursantes sabaneros, quienes, como lo reconoce Adolfo Pacheco en ‘El engaño’, pese a su advertencia temprana, actuaron con la candidez de quien no sólo propicia su propia muerte, sino que, de paso, contribuye a su celebración:
El ingenuo sabanero
vallenato le dijeron
fue con música al entierro
y noble colaboró,
pero allá en la capital
del Cesar
no le quisieron
su música regional.
Y dijo la prensa nacional,
con su boca de feroz dragón,
los que tienen el mejor folclor
Son los del Magdalena pa´ llá
Con ese tono enfático, ajeno a la ciencia y propio del fanatismo político, Consuelo afirma en su libro:
Los cuatro aires musicales descritos, han sido, son y serán los únicos representativos de nuestra música vallenata. Todos los demás que proliferan con nombres rebuscados de reciente factura, como los tales paseaboles (sic), paseaítos, pasepuya, charangas, etc., no son sino la deformación debida, lógicamente, a ciertos des-compositores actuales de los auténticos aires vallenatos (p. 84).
No obstante, el des-compositor Adolfo Pacheco, autor de paseítos, chandés, boleros, paseboles, cumbias, porros, además de paseos y merengues, supo responder a estas agresiones verbales como los artistas, no como los políticos, con un elegante alegato, sin ofensas, pero enérgico, en defensa de la dignidad cultural de los sabaneros, golpeados en su autoestima por la institución del Festival Vallenato, que si bien ha contribuido a la difusión de la cultura popular del Caribe, lo ha hecho de manera dolosa, irrespetando la diferencia, con la misma actitud centralista con la que nuestros gobiernos han favorecido el centro en detrimento de las marginadas regiones litorales. ‘La hamaca grande’ es como una batalla de flores en la que no se produce derramamiento de sangre, una serenata de la resistencia a la que el tiempo, por fortuna, le ha dado la razón.
La música popular del Caribe es una cuyos diversos estilos con frecuencia intercambian sus matices. Y esos ritmos deformes, descalificados por Consuelo Araújo desde su ignorancia musical y musicológica, apuntalada en la autoridad política, pero no artística de Alfonso López Michelsen y sus voceros de la prensa capitalina, se han ido metiendo por la cola del patio del Festival y han resistido, así haya sido desde la cocina, sin premios ni halagos.
Y, hoy por hoy, la fuerza de la música sabanera, nacida de su apertura a múltiples instrumentos en busca de una mayor universalidad y de su capacidad de adaptación a los constantes cambios de la sociedad, se pone de manifiesto en las más recientes grabaciones de los conjuntos que se siguen llamando vallenatos, pese a que su formato y sus ejecuciones se apoyan (y se parecen) cada vez más en las innovaciones y aportes que Aníbal Velásquez, Alfredo Gutiérrez, Lisandro Meza y Los Corraleros de Majagual le hicieron a la música de acordeón.
En los cuarenta años de ‘La hamaca grande’ tenemos que agradecerle a Adolfo Pacheco la lucidez que le permitió no tragar entero y reconocerle que su canción, divulgada internacionalmente en versiones dominicanas, puertorriqueñas, venezolanas y francesas, no sólo sigue vivita y soneando, sino que es, asimismo, al lado de ‘La múcura’, ‘La pollera colorá’, ‘La gota fría’, ‘La cumbia cienaguera’, ‘El caimán’ y ‘Manuelito Barrios’, entre otras, una de las más representativas de la música popular colombiana y un patrimonio universal.
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