Maestro de juglares

Por: Ricardo Gutiérrez / Especial para El Espectador y www.vivatufm.blogspot.com

Cada canción de Rafael Escalona tiene una historia real que la inspira. Esta es la historia de un amor prohibido.

Los amores de Escalona hicieron parte del comentario obligado en las parrandas vallenatas en Santa Marta, Valledupar y en cualquier lugar de La Guajira. Este genial compositor, travieso en estas lides, describe en sus composiciones la naturaleza, personajes, costumbres, episodios o una historia de amor que hacía vibrar en esos momentos su corazón, con espacio suficiente para albergar nobles sentimientos hacia varias mujeres.

Era frecuente verlo en su camioneta, la cual llevaba en sus parachoques el nombre de “María la bandida”, bautizada así por el pintor Jaime Molina. Andaba de un lado a otro muy temprano en las mañanas distribuyendo ‘el diario’ para luego emprender la nueva tarea parrandera que las circunstancias en esos momentos le trajeran. De pronto salía para su cultivo de algodón u organizaba una tertulia agradable que siempre terminaba amenizada por el recordado Colacho Mendoza y un grupo selecto de amigos, debajo de un palo de mango al lado de un fogón de leña brasil, que le daba un sabor especial al sancocho de chivo. Todos cómodamente sentados en los taburetes de guayacán que Andrés Becerra le traía de San Diego, la tierra de Leandro Díaz, disfrutaban esos momentos afectivos y de gran significación para él, por cuanto amortiguaban los embates de sus diferencias con La Maye, su esposa, originados por sus enredos, pero que a su vez motivaban ese amor hacia lo que lo rodeaba, esa poesía del hombre enamorado que hace versos a la vida.

De tantos amores que tuvo Rafael, existió alguien muy especial por el gozo apasionado y la vitalidad que le transmitió para enfrentar las circunstancias adversas que vivió cuando le llego la crisis de sus cultivos de arroz y algodón. En esos momentos cruciales ella lo tomó de las manos con firmeza cuando lo sentía claudicar ante el acecho de las entidades bancarias y lo llenó de la confianza necesaria que exigía acariciar con dulzura sus encantos por más de cuatro años. Ella fue Isabella Rivera, nacida el 14 de diciembre de 1934 en Bucaramanga, a quien el maestro Escalona le compuso La brasilera.

Por mucho tiempo anduve pendiente de localizarla en cualquier lugar del país, fueron innumerables los viajes que realicé tratando de que fuera ella quien me contara todo lo relacionado con esta bella canción, insignia de nuestra música vallenata. Por fin, pude encontrarla en un pueblito pintoresco, viviendo en una vieja casona mal cuidada que en algún tiempo fue una majestuosa residencia de un patriarca del pueblo, sentada en una mecedora de hierro cuyas uniones de los brazos se han desgastado por el uso. Mostrando su estirpe santandereana, al presentarme como una persona interesada en conocer todo lo acontecido en su relación con Escalona, sin pensarlo dos veces aceptó contarme con un romanticismo natural que en 1952, acompañada por dos amigas, Teresa y Margarita, decidieron visitar Valledupar a través de Taxader, la empresa aérea que existía en ese momento, en busca de nuevos horizontes.

Con admirable naturalidad me comentó que al llegar al aeropuerto de Valledupar, cuando quisieron recoger sus maletas se les acercó un hombre alto, vestido con un pantalón beige, una camisa de cuadros y unas botas americanas, y le dijo: “Preciosa mujer, ¿cuál es su nombre?”, ella contestó sin ningún reparo: “Mi nombre es Isabella y soy brasilera”. Ese inesperado encuentro provocó de inmediato una atracción mutua que originó sentimientos profundos que perduraron por mucho tiempo y propiciaron una exaltación amorosa que los transportó a un mundo en el cual sólo eran permitidas alegría y esperanza para mantener una relación duradera en el intrincado laberinto de sus pasiones.

Escalona plasmó ese encuentro en este verso de La brasilera: “Yo la conocí una mañana/ que llegó en avión a mi tierra,/ cuando me la presentaron/ me dijo que era brasilera./ Seguro cruzó la frontera pa vení a meterse en mi alma”. Lo que nunca quiso mencionar Rafael fue su nombre, para evitarse problemas con sus otros amores. Por esa razón siempre le decía Piedad do Santo, tal como lo hizo en este verso inédito que hace parte de la canción: “Piedad do Santo es nombre de reina,/ Piedad do Santo es nombre de mujer./ Así se llamaba la brasilera,/ la que enloqueció a Rafael”.

EL OCASO DE UN JUGLAR

El pasado Festival de la Leyenda Vallenata fue uno de los pocos en 42 ediciones en las que Rafael Escalona, uno de sus fundadores, estuvo ausente. Su hija Tarín, directora del diario en la red elpaisvallenato.com escribió en esos días de fiesta: “Hoy hablé con Escalona, mi padre; se volvió a levantar, salió de la clínica y se fue a casa. Lo sentí lleno de contento preguntando por su Valle y su hijo más querido, el Festival”.

Algunos días más tarde el compositor tuvo que regresar a la clínica y, esta vez desde la Fundación Santa Fe, libra una fuerte batalla contra la muerte. El mundo de la música está en vilo y sus amigos y coterráneos tararean sus canciones como un sortilegio para fortalecer su estado de salud, que al cierre de esta edición, permanecía en riesgo.

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